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Bonos verdes: las dos caras de una nueva moneda

El capitalismo global le ha puesto valor a casi todo, y la sustentabilidad es una proyección de las actividades humanas, a futuro, que no podía escapar a esa lógica: contaminar o administrar mal los recursos cuesta mucho dinero. Por eso cada día es más común que estados y empresas consideren seriamente la utilización de bonos verdes, una alternativa de financiación cuyo volumen ha crecido de modo exponencial en los últimos meses. ¿Qué son los bonos verdes? En esencia, fondos destinados a financiar o refinanciar proyectos que se comprometan con la sustentabilidad.

Para asegurar la integridad de esos bonos hay una serie de directrices (los GPB –siglas en inglés de los llamados “principios para los Bonos Verdes”-) que aseguran su “certificación verde”. Las categorías incluidas en este concepto son innumerables, pero estos proyectos son los más comunes: 1. Energías renovables. 2. Eficiencia energética (en edificios, dispositivos, redes, sistemas de transporte, modos de almacenamiento, etc.). 3. Conservación de biodiversidad. 4. Gestión sostenible de recursos naturales. 5. Transporte limpio (eléctrico, híbrido, público, etc.). 6. Gestión sostenible del agua. 7. Adaptación al cambio climático (información sobre clima o alerta temprana, etc.). 8. Arquitectura ecológica (edificios que cumplan con estándares locales e internacionales de seguridad y sustentabilidad).

Cuando estos bonos comenzaron a implementarse (año 2007), parecían más un gesto de buena voluntad de los organismos emisores, que por entonces se limitaba a bancos multilaterales de desarrollo (Banco Mundial, BID o Corporación Financiera Internacional). La respuesta favorable que han tenido en los últimos años permite considerarlos una tendencia irreversible, vale decir, redituable. Su éxito reciente se debe a una multiplicidad de factores, uno de los cuales es sin dudas la moda. Recordemos el auge de las empresas punto com a comienzos de los años 2000: comenzaron como una apuesta de alto riesgo y pocos retornos que parecía prometedora y, tras el éxito del modelo de negocios capitaneado por Google, se transformó en una verdadera revolución de los negocios a escala global. En ese sentido, los bonos verdes son igual de prometedores: sus inversores ya se aseguran un retorno financiero similar al de los bonos convencionales, pero además reciben el visto bueno de los bancos de inversión o colocadores que se orientan cada vez más a proyectos sustentables. No se trata de un mero voluntarismo ecológico: el “sello verde” es cada vez más necesario para que un proyecto pueda llevarse a cabo en el mediano y largo plazo, y su retorno financiero es cada vez más atractivo.

Previsiblemente, está la otra cara de esa nueva moneda. Los bonos verdes han creado expectativa porque se asume que entre las nuevas generaciones (los Millennials, nacidos en el segmento 1980-2000), comprometidas con la lucha contra el cambio climático, puede haber potenciales ahorristas y pequeños inversores. Habría que preguntarse si esto puede constituir una burbuja sin chances de consolidación. Apostar por el futuro, tal como dicta el sentido común, es una sabia decisión económica, pero en tiempos de crisis siempre hay algo más efectivo que esperar las nuevas olas: subir a las ya existentes. Recordemos que el presente es implacable, y más allá de la retórica verde, la pandemia ha acumulado casi todo el dinero de las siete grandes potencias del planeta (G7) en las industrias ligadas a los combustibles fósiles (aviación, sistema automotriz, etc.).

¿Haz lo que yo digo y no lo que hago? Lo cierto es que el pragmatismo de los países ricos al eliminar barreras de regulación ambientales y la elocuencia de sus medidas de financiación directa al petróleo, al gas y al carbón han ahuyentado el sueño utópico de un mundo más sustentable, pese a la buena cotización de los ecobonos. En ese sentido es auspicioso que algunos líderes –como Biden, Macron o Merkel- abandonen las apelaciones morales sobre un “futuro verde”, propias de la narrativa progresista liberal de estos últimos años, y vuelvan a basarse en una agenda más sincera. Sin embargo, y por esa misma razón, ya es un dato significativo que el afán de cuidado del ecosistema deje de ser un eslogan ideológico de las élites neoliberales y se transforme en algo cuantificable. El mercado global se ve afectado por todas las variables de la actividad económica humana: ya no se trata del precio de la madera en una hectárea desforestada ni del precio del terreno libre resultante, sino de variables que en otro momento se consideraban irrelevantes pero hoy impactan en la economía real, como el precio de la reforestación o de la simple conservación de un ecosistema intacto.

En este sentido, y aplicado a una mirada “Glocal”, es válido el ejemplo de Misiones, que por sus selvas, sus bosques vírgenes y sus índices de biodiversidad –los más altos del país- ofrece oportunidades tangibles para que nuestro país se suba también a la ola de los activos verdes. “No solo la contaminación debe pagar. También se paga por el placer de tener un lugar puro a disposición. El aire puro cuesta más que el aire contaminado”, señaló Carlos Eduardo Rovira, presidente de la Legislatura misionera y conductor de la Renovación, que ya inició gestiones a escala nacional para instrumentar el nuevo sistema en la provincia.

Los activos sustentables, que habían nacido como un elemento de la agenda global que concernía tan sólo a la superestructura de las naciones del primer mundo, hoy ha comenzado a permear de manera incipiente en una Latinoamérica sin otra estrategia a mano que la de tomar un atajo sin escalas hacia la Cuarta Revolución Industrial para no transformarse en un desteñido club de estados fallidos. Según los datos de Bloomberg (abril 2021) la participación latinoamericana en bonos verdes representa apenas un 1 por ciento de las emisiones globales en este tipo de activos, pero presenta muchas oportunidades para la región y crea expectativas crecientes por los espacios no contaminados de la región y un interés real por las inversiones de este tipo.

Las dos caras de la nueva moneda nos invitan a mostrarnos esperanzados y, al mismo tiempo, muy cautos. Porque si bien es cierto que “la única verdad es la realidad”, la revolución tecnológica nos ofrece, por ahora, varias realidades posibles, y llegar tarde a cualquiera de ellas equivale a dejar que esa realidad nos lleve puestos. Ya sea una burbuja de buenas intenciones hecha a la medida del credo progresista de Mayo del 68 y destinado al fracaso, o un fenómeno real y tangible destinado a pervivir en el largo plazo, habrá que estar tan atentos al efecto de estos bonos como lo estamos frente al auge de las criptomonedas: puede que ambos sean una fiebre pasajera o el comienzo de un paradigma nuevo e irreversible con infinitas posibilidades para nuestro joven continente.

Por Fernando León

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