Chubut Para Todos

Pablo Ramos, ganador del Martín Fierro, conmueve con su historia de adicciones

Premiado por el guión de “Historia de un clan” y ex novio de Julieta Ortega, el escritor Pablo Ramos desnuda su lucha contra la droga en un libro de crónicas que sale en julio.  “Escribir es civilizar el dolor”, afirma en este adelanto exclusivo.

En noviembre de 1997, bajo el agobio de un domingo caluroso, llegué por primera vez a un grupo de Narcóticos Anónimos. Mi mujer de entonces me acompañó casi de la mano hasta la parroquia La Consolata, en La Paternal, y se volvió enseguida para cuidar a nuestro hijo, que había quedado durmiendo en el departamento, a dos cuadras de allí. Me dio un beso y me deseó buena suerte.

Yo me quedé en la recepción, sin entrar del todo al pasillo lateral que conducía a los salones donde se juntaban distintos grupos. No había ningún cartel y por nada del mundo me habría animado a preguntar. ¿Qué preguntar? “¿Acá reciben drogadictos?”. Ni loco, pensé, antes me muero. Para distraerme me puse a mirar la cartelera de actividades de la parroquia, no quería volver temprano a casa y decepcionar nuevamente a mi mujer. Ella estaba contenta, había averiguado todo y le habían dicho que los grupos de Narcóticos Anónimos eran el mejor lugar para dejar la cocaína. Yo la consumía junto con whisky desde los dieciocho años, y ya para ese entonces tenía treinta y uno. Estaba cansado, el consumo me había arrastrado por todos los lugares habidos y por haber, desde hospitales hasta la cárcel. Más de una vez había estado a punto de perder la vida. Había perdido trabajos, amigos, matrimonios… Ya casi nadie confiaba en mí y mucho menos me tomaba en serio.

Leía los días de catecismo, las misas a pedido, los horarios de secretaría, y me olvidaba, como me pasa siempre, de qué era lo que había ido a hacer a ese lugar. Recuerdo esa sensación, ese vacío particular, ese estar a la deriva. De golpe una persona, un hombre de algo más de cincuenta años, tostado de lámpara, con unas cadenas y unas pulseras enormes de oro enchapado, salió de uno de los salones y al verme se me vino al humo. Me saludó y me preguntó si venía para los grupos.

–¿Qué grupos? –le contesté.

–Los de catecismo no, flaco –me dijo el hombre, y largó una carcajada que retumbó en el cuarto de hospital que era y sigue siendo el anexo de esa parroquia.

Me reí también. El tipo me pasó el brazo por los hombros, me condujo a la reunión y me presentó como “el recién llegado”.

No recuerdo su nombre, no recuerdo su voz, ni si era alto, se me hace que sí, o si era gordo o flaco. Sólo el bronceado y el oro falsos, el tono de las palabras que dijo para compartir su experiencia conmigo en el ritual común de bienvenida que se les da a todos los que llegan a esa confraternidad por primera vez.

Entré y me quedé. Junté casi un año limpio antes de mi primera recaída. Junté casi seis meses limpios antes de la segunda. Y después necesité de una internación para poder parar. Junté ocho meses y dieciséis días en esa internación, y desde entonces es que no puedo juntar más de seis o siete semanas sin volver a consumir, sobre todo alcohol. Pero muchas veces volví a los grupos y cada vez fui recibido sin juicio, con un calmo silencio al contar el dolor absurdo de tropezar siempre con la misma piedra. Los compañeros me recordaron que yo me debía respeto, y cuando, avergonzado, contaba mis recaídas, las palabras eran casi siempre las mismas. Que estamos enfermos. Que nos descuidamos un poco y estamos otra vez en el horno. Que esto es sólo un día a la vez. Así me alentaban a empezar de nuevo.

Pablo Ramos en su casa de La Paternal / Fernando de la Orden.

Casi siempre un adicto, un alcohólico, sabe exactamente por qué vuelve a consumir. Hasta se podría decir que, en silencio, su mente lo planea y va concediendo terreno a una idea que en principio es un germen, algo pequeño y a priori inofensivo, pero que está destinado a crecer como una planta, una planta carnívora. Es una idea simple, instalada en la tierra fértil de una mente obsesiva, la mente de un adicto: “Esta vez va a ser distinto”. Y la idea crece, lógica y coherente. Porque es lógico y coherente pensar así, ya que si otro puede, ¿por qué no voy a poder yo? Y entonces la planta despliega sus tallos y nace una ilusión: “Todo está bajo control”. Y ese control ilusorio, o esa ilusión de control, despliega también sus tallos y sus hojas y se expande hacia todos los aspectos de nuestra vida con una energía ingobernable y letal. Más o menos rápido según las personas, según las circunstancias, pero igual de feroz al final del trayecto: todos los adictos sabemos cómo empezamos, ninguno de nosotros sabe cómo ni cuándo va a terminar.

Escribir es, entre otras cosas, civilizar el dolor. Y yo, que alguna vez me sentí un deficiente moral, un ser perverso que sufría y hacia sufrir a los demás, un día escuché con alivio la palabra “enfermedad”. Que tenía una enfermedad es lo que escuché; y que la enfermedad podía tratarse, y que el consumo compulsivo podía parar. Jamás había pensado, hasta ese día, que la palabra “enfermedad” podía hacerme suspirar de alivio. Y escuché, durante horas y en silencio, a esos compañeros que hablaban de tres, cuatro, cinco, diez, quince años sin drogas ni alcohol. ¿Años sin drogas ni alcohol? La vida sin drogas ni alcohol es imposible, aburrida, sin sentido, mejor morir, mejor seguir igual, mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol. ¿Cómo es eso? ¿Mejor sufrir que disfrutar de la vida sin drogas ni alcohol? Así de grande es el problema, así de sutil la locura, así de oscura la condición del alma, así de incurable la enfermedad que doblega al adicto.

Escribo estas palabras con las manos endurecidas. El cuerpo tiene sed y el alma se siente sola, pero me siento mejor al rememorar las palabras de mi anfitrión, las palabras que me dijo el compañero cincuentón, ese que el azar quiso que yo nunca volviera a ver, ese del cual no recuerdo casi nada, excepto el bronceado y el oro falsos. “Pase lo que pase vos vení”, me dijo, “que acá te vamos a querer, hasta que puedas quererte solo”.