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El macrismo, la destreza del contorsionismo

El macrismo ha establecido un nuevo régimen visual. En él, la visibilidad televisiva desborda el restringido campo de lo mediático para transformarse en un modo general de funcionamiento de la política. Como dice Jorge Alemán, antes la ideología era encubrir ahora es mostrarlo todo.

En oposición a una sociedad, la kirchnerista, en la que según ellos todo estaba oculto –recordemos la construcción mediática de bóvedas, dinero supuestamente escondido en un mausoleo o enterrado, el macrismo propone otra en la que todo puede ser visto. Expresa una política que funciona como una cámara televisiva: señala los territorios con juegos de luces panorámicos y cenitales para iluminar lo que debe ser observado por todos los argentinos. Esa idea de totalidad de lo visual encubre, por supuesto, una serie de operaciones invisibles. Así es el macrismo: utiliza la plenitud de lo visible para producir invisibilidad.

Un escándalo es la efervescencia de innumerables miradas sobre un punto previamente iluminado. Una reacción en cadena masiva e indignada de los que miran, porque el hecho sacado a la luz resulta excesivo respecto de las normas o las costumbres de un momento histórico.

El Gobierno posee una línea especializada en producir escándalos contra sus opositores. Pero tiene otra, concentrada en la desactivación de los escándalos propios: ésta se ocupa de interrumpir la relación entre el hecho cuestionable y la producción de indignación. En este segundo caso no se llega al escándalo. Están las condiciones para que se produzca pero nunca se llega, porque esa interrupción lo desactiva.

El macrismo es experto en producir escándalos en otros pero también en desactivar los propios. Es experto en concentrar las luces televisivas en el primer tipo y disiparlas en el segundo.

Elisa Carrió es la gran especialista gubernamental en la producción de escándalos. Ella, tras su deriva nómade durante décadas por el sistema político, finalmente ha recalado en el neoliberalismo macrista. Allí, se especializó en dotar a este de una dimensión moral, que por sí mismo no tiene, y que se expresa –en alianza con los medios hegemónicos– en la producción permanente de escándalos.

Los escándalos son momentos visuales donde se desocultan los secretos kirchneristas. La alianza entre la luz televisiva y la voz de la diputada expresa el nuevo régimen visual de la democracia transparente en donde todo puede ser visto.

¿Cómo se produce esa diferencia entre la intensidad de los escándalos? Seguro mediante la interferencia antidemocrática de los grandes medios hegemónicos. Pero no sólo por eso.

El macrismo ha absorbido comunicacionalmente dos tradiciones simultáneas y contradictorias. Por un lado, el discurso democrático y republicano transportado hacia el neoliberalismo por Elisa Carrió y otros dirigentes de origen radical. Por otro, las destrezas y prácticas pícaras e ilegales del menemismo. Detenta, en simultáneo, el discurso republicano y su práctica antagónica.

El Gobierno opera a partir de una acumulación de discursos y prácticas. No opta por la elección de un estilo, sino por la absorción de varios. No actúa por la filiación a una tradición sino por la superposición de todas las disponibles en la historia de los últimos años. Y luego, con el control de la visibilidad a través de los medios hegemónicos, ilumina a una en detrimento de otras. Tiene un poco de keynesianismo residual, otro poco de republicanismo radical, otro de decisionismo y picardía menemista, otro de decisión y destrezas represivas y así. Pero hay una dirección unificada: todas están al servicio de la estrategia neoliberal.

En el macrismo el discurso democrático republicano está alineado con el discurso neoliberal. No sucedía así durante el menemismo donde ese primer discurso fue la base de operaciones de la reconstrucción de la oposición frepasista. Pero las prácticas picarescas e ilegales del menemismo también tienen lugar en el macrismo. Y también el ejercicio selectivo de la represión, el encarcelamiento arbitrario y los desbordes institucionales.

El macrismo es una coexistencia de formas en tensión. En la refundación del régimen visual que lidera, ordena esas tensiones a través de la luz televisiva: así se muestra comunicacionalmente utilizando su dimensión “democrática” mientras opera políticamente desde su dimensión pícara menemista o desde sus tentáculos represivos.

Por eso, utiliza la contradicción no como situación a superar sino como forma final de la política. Es claramente poshegeliano. No hay síntesis: hay un devenir abierto con tradiciones cooptadas desde la comunicación que tributan todas en un punto de la política también abierto, el gradualismo neoliberal.

Quizás en ello radique su condición de objeto esquivo, en tránsito o incognoscible: la pregunta sobre qué es el macrismo es parte de su potencia coyuntural. Un fenómeno que se despliega como un enigma cognitivo.

La comunicación cumple la función de interrelacionar relatos al servicio del –por ahora– tiempo diferido del capital concentrado.

La democracia es recreada como interrupción. De la democracia se sale y se entra sin dejar rastros. O por sustitución de palabras. La suspensión del juez Eduardo Freyler a través de una maniobra coordinada entre la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de la Magistratura con la supervisión del Poder Ejecutivo, no es leída como una intervención antirrepublicana de un poder de la Nación sobre otro. En su deriva eficiente por la trama de los discursos cooptados, el macrismo se desliza desde su discurso republicano hacia otro de origen menemista que se presenta en términos positivos: el macrismo no reproduce la ineficiencia radical en el ejercicio del poder. Así, se ingresa en un proceso de recambio de palabras: lo que debería aparecer como antirrepublicanismo aparece como picardía.

Decíamos: el macrismo utiliza la plenitud de lo visible para producir invisibilidades. La invisibilidad la produce en el deslizamiento. De ahí la dificultad no solo para definirlo sino para confrontarlo, porque el macrismo no está nunca ahí donde se lo va a buscar. Si se lo enfrenta con las formas, el sistema pone en escena otras para alcanzar su objetivo. Si se lo señala por los objetivos, el sistema dibuja datos y eleva promesas. Si se le cuestionan sus intérpretes, el sistema los oculta y muestra otros.

En ese deslizamiento entre discursos y en esa capacidad de sustituir palabras luce la destreza del macrismo como contorsionista: elastizar, estirar, modificar las formas para aparecer siempre como otro.

Por Daniel Rosso* y Gonzalo Carbajal ** – * Sociólogo y periodista / ** Periodista y publicista