Corría 2016 y José Manuel De La Sota estaba en el llano. Este imberbe lo había tratado algunas veces como un militante raso del peronismo, en tensión permanente con el “peronismo cordobés”, esa cosa que por aquel entonces uno todavía no entendía del todo. El Gallego tenía una capacidad y un carisma descomunal, que sólo tienen algunos pocos, y que es innato, el don de tratar a todo el mundo como si fueran sus amigos de toda la vida, aunque probablemente no supiera tu nombre ni recordara tu cara. Lo fui a ver a una charla a la Facultad de Derecho, en la Universidad Nacional de Córdoba, y me acerqué a saludarlo, me preguntó qué estaba haciendo y le conté que estaba estudiando una maestría en Relaciones Internacionales. La mirada le cambió inmediatamente y la cara se le iluminó como si estuviera dando un discurso para 50.000 personas. Me agarró del hombro y me dijo, serio: “Hoy, casi nadie en el mundo está contento con quién es, qué hace, ni quién lo gobierna, y esto, si la política no lo entiende, va a empeorar”. En épocas donde está tan de moda eso de decir si alguien “la ve” o no, el gallego la vio. Mucho antes. La vio.
En épocas donde tanto se habla de modernizar y hacer más eficiente al Estado, De La Sota llevó a cabo una reestructuración ministerial sumada a una digitalización de procesos administrativos y la incorporación de capital privado al Banco Provincia de Córdoba
De La Sota se preparó para gobernar antes que para ganar elecciones. Previo a los comicios de 1999, estudió de verdad y elaboró un plan de gobierno productivista, de desarrollo con inclusión, para una Córdoba que pronto iba a entrar al siglo XXI pero que todavía estaba muy quedada en el XX. Se rodeó de dirigentes versados en distintas materias, por nombrar sólo a algunos: José María Las Heras en Finanzas -también a cargo de los equipos técnicos y de todo el equipo económico- o Carlos Caserio en Obras Públicas, Juan Carlos Maqueda en Educación, Domingo Carbonetti en la Fiscalía de Estado. Todos, por orden de De La Sota, prepararon sus respectivos programas antes de desembarcar en la casa de gobierno mediterránea.
Se asocia aquella primera campaña victoriosa con la promesa de bajar los impuestos. Suele repetirse eso como un eterno lugar común de la política cordobesa: “José ganó porque prometió bajar los impuestos”. Pero la realidad es que hay algo mucho más atinado para decir al respecto: el Gallego ganó porque antes perdió. Y perdió muchas veces. En 1983 como candidato a intendente, como aspirante a gobernador en el 87, como vice de Cafiero en la interna del PJ nacional en el 87, de nuevo como candidato a gobernador en el 91, lo que le valió ser desplazado del liderazgo del Partido Justicialista cordobés hasta su regreso definitivamente triunfal en el 99. Si la Renovación no tuvo éxito a nivel nacional -esto es algo discutible, no ganó la interna, pero triunfó a su manera- efectivamente lo tuvo en la provincia de Córdoba. Primero hay que saber sufrir, un mantra argentino que De La Sota, qué sabía de tango -pero más de boleros- hizo propio.
De La Sota asumió el 12 de julio de 1999. No sobrevendrían tiempos fáciles para el país y Córdoba estaba incendiada. Tuvo que emitir cuasimonedas, pero logró cumplir con el programa de gobierno. Redujo los impuestos en un 30%, buscó financiación en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y en el medio de la peor crisis económica hasta entonces, construyó 12.000 viviendas sociales y levantó 244 escuelas, mejoró y cimentó 4500 kilómetros de rutas provinciales. En épocas donde tanto se habla de modernizar y hacer más eficiente al Estado, De La Sota llevó a cabo una reestructuración ministerial sumada a una digitalización de procesos administrativos y la incorporación de capital privado al Banco Provincia de Córdoba. Estas medidas no solo modernizaron la gestión gubernamental, sino que también mejoraron la eficiencia del sector público de manera sostenible. Algunos, sólo se quedaron con la parte constructora de infraestructura de De La Sota, pero se olvidan, convenientemente, de la parte de José Manuel como constructor social.
Un éxito insoslayable de aquel De La Sota ganador por primera vez fue la interpretación de la sociedad cordobesa, como lo plantea Federico Zapata en la tesis central de su libro “Los Muchachos Cordobeses”: moldeó un peronismo para gobernar Córdoba y no buscó moldear una Córdoba que sólo existe en la cabeza de algunos que se pretenden dirigentes. Como lo habían hecho Ramón J. Cárcano primero y Amadeo Sabattini después en las primeras décadas del siglo XX. Ahí, también, el Gallego la vio.
Me agarró del hombro y me dijo, serio: “Hoy, casi nadie en el mundo está contento con quién es, qué hace, ni quién lo gobierna, y esto, si la política no lo entiende, va a empeorar”
Sin embargo, es mentira que De La Sota comulgaba con la idea de la isla, es más, denunciaba el concepto de isla, que había acuñado Angeloz. Por aquellos tiempos, en plena campaña de 1998, Saramago ganaba el Nobel, y se hablaba de su relato “El cuento de la isla desconocida’ para advertir los peligros de la soledad. Defendió los intereses de Córdoba, por supuesto, pero jamás la creyó escindida de un proyecto de país. Además de su rol de arquitecto y estratega del poder del peronismo cordobés, esa visión de estadista integral también lo diferencia de algunos de sus sucesores. Como buen peronista, De La Sota sabía que no se podía ser feliz en soledad.
Por esas peripecias trágicas del destino, también tan recurrentes en la historia argentina, no tuvo la oportunidad de marcar un signo político nacional. Algún día se dimensionará lo que significó su muerte repentina. Era momento de recuperar aquella máxima trunca del General de que para un argentino no puede ni debe haber nada mejor que otro argentino. Lo sigue siendo, más que nunca.
Lo recordamos desde hoy, tiempo en que casi nadie está contento con quién es, qué hace, ni quién lo gobierna. El Gallego la vio.
Por Gonzalo Fiore Viani-Panamá Revista