Chubut Para Todos

Crisis de sentido y reconstrucción del Estado por Jorge Raventos

Las tensiones a las que está sometido el gobierno de la Argentina y la hondura de los problemas que es preciso afrontar no dan demasiadas oportunidades para exhibir logros rápidos en la principal materia en la que el macrismo prefiere ser juzgado: la gestión.

Mauricio Macri hizo bien en señalar a tiempo que no habría que esperar resultados de la noche a la mañana, sino más bien, un progreso constante aunque lento (“cada día un poco mejor”). Muchos de los logros están aún, razonablemente, en la etapa de la roturación o de la siembra: el índice de costo de vida del INDEC demandará siete u ocho meses, el control de la inflación (aunque el consuelo sea que este mes “será menos que lo que se auguraba”) no muestra logros compatibles con la expectativa generada con aquella promesa de retrotraer precios a los niveles de fines de noviembre.

CUANDO LOS LOGROS SE DEMORAN

Pero Macri no cuenta con un período de gracia eterno, y si los logros de gestión se demoran (o, como el exitoso levantamiento del cepo cambiario, pierden su condición de noticia en poco tiempo) necesita mantener o aumentar los niveles de respaldo con otros instrumentos.

Deliberadamente –tal vez por diferenciarse del relato ideológico del kirchnerismo, tal vez por coherencia con alguna lógica de mercado- el Pro renunció a enunciar un proyecto en términos político-doctrinarios, una enunciación de sentido de su marcha y prefirió la suma ecléctica y pragmática de logros prácticos (con ejes en la libertad y el entusiasmo) al riesgo de una formulación que a la larga terminara en dogma. El marketing estimuló esa opción: las doctrinas ponen límites; evitarlas permite sumar diferencias.

El hecho es que, cuando los logros prácticos requieren un proceso, el sentido de la búsqueda es lo que permite fortalecer la esperanza y mantener vivo el entusiasmo. Se nota la ausencia del “proyecto”.

A falta de esa narración sobre el porvenir y sus demandas presentes, el gobierno se ve obligado a aceptar la postura de quienes l e vienen reclamando que explique el presente por el pasado. Es decir, que ponga sobre el tapete “la herencia recibida” y aproveche el reto que el kirchnerismo puro y duro le propone con su hostigamiento y sus manuales de resistencia para, por lo menos, tender un puente narrativo entre la actualidad y los logros más notorios y esperados.

La propuesta es que el gobierno use al kirchnerismo como el kirchnerismo usó la evocación del gobierno militar y la represión desbocada de los años 70, para estimular una, digamos, “polarización positiva”.

Está claro que no hace falta exagerar en algunos temas referidos a la herencia K. Están a la vista de todo el mundo: estatismo con degradación del estado, capitalismo de amigos que empiezan a abandonar el barco (y a generar desocupados) tan pronto pierden los subsidios o los contratos que los beneficiaban desde el poder central, “federalismo” retórico y unitarismo de recursos, sobreprecios, vínculos con el delito, etc. Que la Justicia se haga cargo de los hechos (y que la administración colabore con lo que la Justicia pida) no equivale a ninguna polarización artificial.

Pero se trata de no distraerse ni perderse políticamente en una lucha sin sentido con lo que ya ha sido derrotado, sino de pensar, diseñar y explicar -además de poner en práctica- un cambio con sentido y proyecto. Que asuma compromisos, defina un cauce, sostenga valores que vayan más allá de “que cada cual haga lo que quiera”. Que reflexione un sentido de comunidad.

Una comunidad puede atravesar momentos de crisis si siente esa unidad de sentido. De lo contrario, las esperanzas decaen, sobreviene la decepción, la centrifugación de la sociedad, la crítica a los otros (empezando por “los de arriba”). En suma, el círculo vicioso de la decadencia.

LA METÁFORA DE LOS PRÓFUGOS

Cuando se produjo la triple fuga de la cárcel de General Alvear muy pocos observadores apostaban a que alguno de los criminales que habían huido fuera recapturado (o, en todo caso, recapturado con vida). Las interpretaciones oscilaban entre la culpabilización lisa y llana del gobierno (candidez, ineficiencia, complicidad, retribución por aquellas declaraciones de Martín Lanatta contra Aníbal Fernández antes de las elecciones) o su vulnerabilidad extrema (debería pagar el precio político de un ajuste de cuentas mafioso con los tres prófugos ejecutados; se evidenciaría su debilidad frente a poderes fácticos irreductibles).

Aunque contradictorias entre sí, el efecto corrosivo de esas conclusiones se extendió durante la larga recorrida de los delincuentes por territorio de las provincias de Buenos Aires y Santa Fé, matizada con pronósticos frustrados de recaptura y trascendidos que parecían una burla a los dispositivos de búsqueda y persecución, como las repetidas visitas a la ex suegra de Martín Lanatta en Berazategui.

El resultado final (los tres prófugos fueron recapturados, viven y están en manos de la Justicia) fue una victoria no debidamente valorada, en parte por errores de comunicación del gobierno (que subalternizó los éxitos), en parte por tensiones entre las jurisdicciones intervenientes. Pero sobre todo porque no se termina de comprender acabadamente que el episodio no ha sido un hecho singular, sino una batalla de una guerra prolongada en la que la Argentina se juega la gobernabilidad y su liberación de la trama largamente tejida por el crimen organizado y el narcotráfico sobre sus instituciones y su sistema político.

EL ESTADO OCUPADO

Más allá de errores puntuales que obviamente deberán ser corregidos, los agujeros negros de este suceso que se prolongó casi dos semanas, desde la fuga hasta la incógnita sobre la primera captura (¿uno o tres?) y sobre las informaciones derivadas, exceden el hecho puntual y obedecen a la suma de un largo desmantelamiento desde arriba del aparato de seguridad (falta de elementos, de armamento, de instrucción, de disciplina, de conducción política; sueldos miserables a los efectivos) y a su infiltración (en muchos casos manejo) por parte del delito organizado y la asociación con nodos del sistema político.

Esos dos motivos (desmantelamiento/ asociación-cooptación por el delito) son ambos extremos de una pinza que aprisionó el tema de la seguridad pública, a la sombra de un relato y una cadena de decisiones que, invocando los crímenes represivos de la década del 70, desarticuló los sistemas de seguridad y de defensa. Hay que señalar que parte de la sociedad argentina acompañó (y, por inercia ideológica, en muchos casos sigue tolerando) esa política.

Así, hoy los noticieros pueden mostrar policías que corren armados y en ojotas, patrulleros en ruinas, comunicaciones internas inexistentes (¿para qué hablar de drones o de radares para detectar vuelos clandestinos de los traficantes?),y se pueden escuchar conversaciones telefónicas que delatan la connivencia entre jefes policiales y delincuentes, mientras justos y pecadores, decentes e indecentes son sospechados, condenados o vituperados por igual por una opinión que reacciona espasmódicamente, y a menudo con actitud de cliente más que con compromiso ciudadano.

El gobierno ha prometido una guerra al narcotráfico. Esa guerra supone reconstruir el sistema de seguridad y el de defensa (el crimen organizado es una amenaza a la vez interna y externa; en tiempos de globalización, esa frontera es tan lábil que se vuelve impalpable). Supone también ir a fondo y promover legislación que facilite las investigaciones y la ofensiva contra el delito.

La asignatura seguridad es sólo una de las que requiere la gran tarea de reconvertir y recrear el Estado, para transformarlo en el estratega inteligente del desarrollo y el bienestar argentinos y revertir su degradación, en la que combina los costados viciosos de máquina de impedir, nido de ineficiencia, red de corrupción, asilo de negocios turbios y aguantadero.

LA CULTURA DEL ENCUENTRO

Tanto por la naturaleza del desafío como por la relación de fuerzas que exhibe el Congreso, ese objetivo requiere una política de Estado. Sería candoroso esperar unanimidades (los principales facilitadores del actual estado de cosas naturalmente pondrán palos en la rueda y desarrollarán manuales de resistencia), pero es plausible y necesario buscar consensos.

Ya están a la vista: el peronismo ha comenzado a trazar la línea de falla que separará el anacronismo de la renovación, el relato faccioso y estéril de la competitividad democrática. Desde allí, avanza hacia el consenso, arrastrando a los más remisos o –más tarde o más temprano- desembarazándose de ellos.

Esta semana María Eugenia Vidal consiguió que la Legislatura bonaerense le votara el Presupuesto. Esta vez el bloque del Frente para la Victoria dio el quorum que una semana atrás, siguiendo instrucciones precisas de El Calafate transmitidas por el camporista José Ottavis, se había negado a dar. Empujaron ese cambio de actitud los diputados peronistas más dialoguistas y, sobre todo, los intendentes, que tienen que gobernar sus comunas y necesitan “efectividades conducentes” más que ideología y manuales de microactivismo.

Los que tienen responsabilidades en municipios o en provincias forman parte del sistema de gobierno, más allá del sector político del que provengan: están ligados por las realidades del poder y son éstas las que enmarcan y contienen los naturales conflictos.

La gobernadora de Santa Cruz, Alicia Kirchner, podrá tener divergencias con el gobierno de Mauricio Macri, pero necesita la cooperación del poder central para afrontar la crisis que soporta su distrito. Sus problemas no son demasiado diferentes de los que han recaído sobre el estado central y sobre otras provincias -déficit, desfinanciamiento, desborde del gasto fiscal- sumados, en este caso, a la convulsión que crean los centenares de despidos de las empresas de Lázaro Báez, epítome del capitalismo de amigos practicado durante la década K.

A diferencia de la etapa kirchnerista, el gobierno actual promete trabajar con criterios de imparcialidad y ecuanimidad, dejando de lado el “federalismo de provincias amigas” que inducía o negaba el apoyo financiero y las obras de acuerdo al grado de subordinación de las autoridades locales al poder central.

La Casa Rosada espera que la comprensión de los intereses comunes de quienes tienen responsabilidades de gobierno operará como argumento para que los líderes de las provincias orienten a sus senadores con criterio constructivo. Macri no persigue la subordinación de gobernadores e intendentes; más aún: sabe que trabajan para competir fuerte en los comicios de 2017 y para desplazarlo del gobierno dos años más tarde. Pero sabe también que en la actualidad él y sus potenciales adversarios de los próximos años se necesitan mutuamente. El tiene la legitimidad de su victoria electoral y el peso que surge del ejercicio de la Presidencia, pero eso no es suficiente para producir las leyes que serán necesarias (por ejemplo: la que permita la esperada negociación con los holdouts o la ley “del arrepentido”, que los expertos consideran instrumento indispensable para quebrar el hermetismo de las redes corruptas y de las organizaciones criminales).

Los futuros adversarios son, por su parte, concientes de que la sociedad espera un acompañamiento leal (así sea competitivo) al gobierno que acaba de asumir, y que quienes desafíen ese sentido común pagarán un alto precio ante la opinión pública. Se votó un cambio, y ese voto afecta inclusive (o principalmente, si se quiere) a los que perdieron la elección, les reclama una reflexión crítica.

En 1983, cuando Raúl Alfonsín triunfó sobre un peronismo que la mayoría del país creía invencible, una porción del partido derrotado se encerró en la oposición intransigente y facciosa mientras otra –la fracción renovadora- procuró reconciliarse con la opinión pública y acompañar al nuevo gobierno compitiendo con él en términos constructivos. En poco tiempo los renovadores consiguieron lo que se habían propuesto y tomaron el control del partido a tal punto que la interna de 1988 se dirimió entre dos líderes de la renovación: Antonio Cafiero y Carlos Menem.

Esos hechos están en la memoria del peronismo y por esa razón, más allá del activismo intenso del kirchnerismo nostálgico, la situación se desliza hacia el costado de los peronistas más reflexivos y estratégicos, que tienden a una convergencia, sea que sigan perteneciendo al PJ “oficial” o que hayan tomado distancia de él ( basta observar las conversaciones de Sergio Massa con Juan Manuel Urtubey y Diego Bossio; las de estos con los líderes del peronismo sanjuanino o santafesino o los movimientos de un referente experimentado como Miguel Angel Pichetto ). Se va constituyendo “el otro polo” del consenso, el del competidor constructivo.

Es probable que la expectativa que el gobierno deposita en estos movimientos dispare reacciones de despecho en filas más cercanas, inquietas por la pérdida de peso relativo que les inflige la búsqueda de consenso con los adversarios electorales, por las concesiones o negociaciones que impone el hecho de que la victoria electoral haya sido impactante pero muy ajustada tanto en votos como en bancas obtenidas, por reparos principistas o por atavismos revanchistas. No es imposible que Macri encuentre sus propias líneas de falla internas. Hay intransigencia e intolerancia en muchas partes, inducidas por la actitud defensiva de exhibir capacidad de daño e incluso guiadas por las mejores intenciones.

Debería prevalecer la cultura del encuentro. Y la búsqueda de un sentido común, un sentido del bien común, de la vida en común. Lo que está en juego es la gobernabilidad, la paz interior, la reconstrucción del Estado y la victoria sobre la decadencia, la anarquía y el crimen.