Arropado por su familia, se consagró en Colombia, basado en la escuela de Estudiantes; “lo disfruto como la primera vez”, dijo el DT
El pequeño Pedro tiene un poco de vergüenza, pero acepta la súplica de su abuelo: se sienta en el regazo, en donde se siente más grande. Casi, un campeón. “Pedro ya tiene el primer campeonato”, se emociona Miguel Ángel Russo, el entrenador de 61 años, campeón con Millonarios en el fútbol colombiano,salpicado de imperceptibles lágrimas. Canoso, de pelo corto, apartado de la clásica estampa de cabellera oscura y frases tapizadas de códigos, se siente vulnerable, frágil. Más humano.
Invita a su familia. A sus hijos, Natalia -la protegida, la mimada más allá de los años- Lautaro e Ignacio, y a Mónica, su mujer, para exhibir el otro lado de un técnico que debió escabullirse de nuestro fútbol, que a veces suele despreciar la clase de la experiencia. “Yo lo disfruto, porque costó mucho. Lo disfruto como si fuera mi primera vez, como si nunca hubiera ganado un título. Y explico por qué: es la primera vez que lo hago con toda mi familia; todos juntos. Natalia era muy chiquita cuando salí campeón por primera vez. Mónica, mis hijos, mi nieto, todos… Mi gente está festejando en Buenos Aires, en La Plata, en Rosario…”, se recuesta en los afectos, a kilómetros de distancia. “Deben estar descorchando un champagne”, se imagina, largas horas después del empate 2-2 contra Independiente Santa Fe, de la vuelta olímpica y los excesos.
“Las finales no se juegan: se ganan. El dolor de los que pierden es muy grande, pero siempre queda un aprendizaje. Muchos jugadores me decían que nunca habían salido campeones, hasta que encuentran su primera vez, como todo en la vida. Siempre hay una primera vez…”, suscribe Miguel, que hace un año ocupó el lugar de Diego Cocca, de errático y fugaz paso por Racing. A los seis meses, estuvo a punto de volver, por algunas decepciones pasajeras. Ninguna como la que sufrió la tarde en la que Edgardo Bauza se convirtió en el técnico del seleccionado argentino: era el otro candidato. Entró, ese día, en el túnel de una profunda depresión. Había sido la segunda vez que quedó en la puerta de su máximo sueño.
No quería salir de su casa. Se escondió entre sus sombras. Ni Vélez -su penúltimo club-, lo salvó de su propio naufragio. Los díscolos jóvenes de ese plantel le multiplicaron las canas, que hoy ya no trata de disimular. Ni Estudiantes, ni Rosario Central ni Boca, la entidad en la que logró la Libertadores con un Riquelme colosal. Nadie lo salvó del olvido, hasta que el 26 de diciembre de un año atrás, volvió a empezar en Millonarios. Días más tarde, compartió un café con Marcelo Gallardo, detrás de escena de la Florida Cup, que se desarrolló en Estados Unidos. “¿En qué lío te metiste?”, le preguntó el Muñeco. “Y miren cómo terminó todo”, cuenta hoy, con una enorme sonrisa. “Ahora hay que disfrutarlo, pero mañana es otro día: ahí ya somos todos iguales. No hay que perder los valores, el ego es traicionero. La alegría debe durar un día, nomás”, suscribe. Las ideas no se abandonan: Russo se siente “un guerrero de Central”, pero vuelve a sus orígenes. “Mi escuela es Estudiantes. Zubeldía y Bilardo fueron los mentores del fútbol en este país. Y Juan Verón salió campeón en Junior”, recuerda, frágil y vigente. El campeón del sentimiento.ß