La vida lo golpeó de la peor manera con el secuestro y a la muerte de su hijo Axel. Casi sin quererlo -aunque no le desagradó- se convirtió en símbolo del reclamo de “mano dura”. Abudicido por la derecha, Patricia Bullrich, Mauricio Macri y Cecilia Pando eran incondicionales en sus marchas con velas encendidas. Pero una mentira -no se había recibido de ingeniero- terminó con sus aspiraciones políticas y se quedó solo, sin los amigos del campeón.
A Juan Carlos Blumberg la política no le causó más que disgustos.
Fue durante el frío invierno de 2007 cuando el gobernador de Neuquén, Jorge Sobisch –ya manchado por el crimen del maestro Carlos Fuentealba–, le propuso pelear por la gobernación bonaerense en la lista que encabezaba como candidato a presidente, y hasta supo ofrecerle una compensación crematística por el lucro cesante que las horas de campaña le provocarían a sus quehaceres en el rubro de la industria textil. Las elecciones fueron el 28 de octubre.
Aquel día, Sobisch arañó el séptimo lugar con el 1,40 por ciento de los votos y Blumberg apenas obtuvo el 1,26.
Ya por la noche, en el desolado bunker partidario, Blumberg reclamó su estipendio. Pero, en vez de dinero, Sobisch le dio un cachetazo tan fuerte que fue a dar al piso. No es una metáfora: así concluyó el lazo entre ellos.
A más de tres lustros de semejante experiencia, el pobre Blumberg fue protagonista de otra desilusión: Javier Milei, por quien se sentía subyugado, le terminó por pedir miles de billetes verdes por una candidatura. Pero esta vez no se dejó timar y con su denuncia pública, junto a la de otros libertarios que anhelaban cargos electivos, puso al “León” en un aprieto. Eso ocurrió en julio de este año, aunque rápidamente pasó al olvido al diluirse su correlato judicial. Desde aquel momento nada más se supo de él.
Aún así, su proeza –al igual que ahora la de Milei– fue haber convocado multitudes sin otro estandarte que el de la antipolítica. Pero, en su caso, alzado en nombre de una desgracia personal. Bien vale, entonces, refrescar su figura y también el fenómeno que la sustentó.
En nombre del hijo
Corría la mañana del 23 de marzo de 2004 cuando el estudiante de Ingeniería Axel Blumberg, de 23 años, murió por un disparo en la cabeza, al huir de una casilla del barrio La Reja, en el partido bonaerense de Moreno, donde había permanecido secuestrado durante una semana por una gavilla que reclamaba el pago de un rescate. El cuerpo fue hallado al atardecer en un basural cercano.
Ya en el funeral, su padre criticó el accionar de la policía –sospechada de haber liberado la zona–, no saliendo indemne de sus dichos el gobernador Felipe Solá –quien en esos días intentaba poner en caja a la díscola mazorca provincial–, al que calificó de “garantista”.
Aquel fue el primer eslabón de su cruzada contra la “inseguridad”, algo que convertiría a ese hombre de 58 años en un símbolo de época.
Paralelamente, en el predio de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el presidente Néstor Kirchner inauguraba el Museo de la Memoria, y pedía perdón en nombre del Estado por las atrocidades cometidas allí durante la última dictadura.
El señor Blumberg, invitado ya por la noche al programa “Hora Clave”, de Mariano Grondona, –quien lo trataba de “ingeniero”–, se mostró crítico con esa revisión del pasado. Y al respecto, con dicción muy lenta, dijo:
–No tiene sentido, por la tolerancia del gobierno con las atrocidades que los delincuentes cometen ahora, ¿entiende?
El conductor asentía con sumo beneplácito, mientras se congestionaban los teléfonos del canal con llamadas de apoyo efectuadas por televidentes.
Acababa de surgir un nuevo ídolo de la derecha. A partir de ese instante, su crecimiento sería imparable.
El siguiente fotograma del asunto fue espectacular. Ocurrió el 1 de abril –apenas a diez días del asesinato de Axel–, con un acto en la Plaza de los Dos Congresos que convocó a unas 150 mil personas, la mayoría de clase media. Fue una de las manifestaciones más multitudinarias desde la restauración de la democracia. Sin banderas partidarias, solo con velas blancas en las manos, los presentes repetían “¡Seguridad! ¡Seguridad!” como si fuera un mantra. Hasta que, de pronto, un súbito silencio dio paso al discurso de Blumberg desde la escalinata del palacio legislativo.
El arranque del “ingeniero” fue: “La fuerza de los ciudadanos obligará a los funcionaros a proteger a la sociedad”. La multitud entonces lo bendijo con una prolongada ovación.
Blumberg lucía el mismo traje negro que vistió en el funeral del hijo y su brazo derecho aferraba sobre el pecho una enorme carpeta de plástico. Tras cada frase, la ovación se repetía. Así soltó un conjunto de exigencias, que incluían “el endurecimiento del Código Penal, el control efectivo de teléfonos celulares, bajar la edad de imputabilidad a los menores y la Tolerancia Cero”.
En ese momento, algunas voces vivaban la pena de muerte.
Entre los manifestantes resaltaban tres promisorios dirigentes: Ricardo López Murphy, Patricia Bullrich y Mauricio Macri. A la mañana siguiente, los diarios Clarín y La Nación coincidieron en el mismo título de tapa: “La gente dijo basta”.
El “backstage” del dolor
¿De qué manera se desarrolla la existencia de alguien que –tragedia mediante– se transforma de la noche a la mañana en un referente social? ¿Acaso en tal tránsito interviene un mecanismo psicológico que oscila entre el sentimiento del deber y la ambición o, simplemente, se trata de un atajo para sobrellevar el peso de la angustia? Quizás en el caso de Blumberg hubiera un poco de todo eso. Lo cierto es que, desde aquel fatídico martes de marzo, él no tuvo pausa; de allí en más, alternó su duelo enfrascado en agotadoras tratativas con jueces, y parlamentarios para saciar su ansia por una legislación penal más severa (las “las Ley Blumberg) y armó una organización sin fines de lucro (la Fundación Axel Blumberg), además dio conferencias y entrevistas periodísticas, trajinaba por canales de TV, se reunía con funcionarios, visitaba a dirigentes políticos y religiosos, sin descuidar la realización de las marchas. En total fueron cinco, entre abril de 2003 y agosto de 2006.
Al cabo de la tercera –efectuada el 26 de agosto de 2003–, le hice una entrevista en su hogar, publicada en el número 76 del semanario “TXT”.
Blumberg vivía en una casa de dos plantas y ladrillos a la vista, ubicada en la calle Estrada al 2700, de Martínez. Allí flotaba una atmósfera sombría; las paredes del living estaban tapizadas con planchas de madera oscura y por los visillos de la persiana apenas se colaba la luz. Costaba creer que ese lugar estuviera habitado. De hecho, el “ingeniero” solía irse al despuntar el día para regresar ya entrada la noche. Su esposa, María Elena, tampoco pasaba mucho tiempo en el inmueble desde el asesinato de Axel. Tal desenlace la sumió en una tristeza irremediable. Desde entonces abandonó su trabajo de contadora. Y no tuvo fuerzas para acompañar a Juan Carlos en su epopeya por la seguridad, dedicándose sólo a cuidar a su padre, de 93 años.
“Todas las noche voy a la habitación de Axel –dijo el dueño de casa– y le rindo a él un balance de la gestión del día. Le cuento que estamos haciendo, a donde queremos llegar, ¿entiende? Y hablo con él. Yo recibo cosas, ¿qué sé yo? plaquetas y medallas que me honran en muchas partes del mundo. Todo eso se lo dejo sobre la cama, y le digo: ‘Esto no es para mí; es para vos porque lo conseguiste’. Axel me acompaña todo el tiempo”.
También reconoció haber sido un padre algo inflexible. Y que un día, al volver Axel de la escuela con una mala nota, le dijo: “Vos, en vez de estudiar vas a trabajar, porque el estudio a vos no te gusta”.
Al día siguiente lo llevó a una fábrica donde él era gerente general, y lo puso en manos del supervisor de mantenimiento con la orden de que lo hiciera limpiar piezas desde la mañana hasta las cinco de la tarde. “Que viera lo que es el trabajo”, explicó Blumberg, con la mirada perdida en un punto indefinido del espacio. Y remató el relato: “Cinco días después, un sábado, el chico tuvo una reunión conmigo; entonces, me dijo: ‘A mí me gusta mucho estudiar’. Desde ese día Axel siempre fue el abanderado”. El pibe tenía ocho años.
En otro orden de cosas, en aquella entrevista deslizó fragmentos de su pasado, de su cosmovisión y del tipo de gente que lo rodeaba en su gesta.
Como que, en los ’70 recibió, junto a otros empresarios, adiestramiento por parte de la Policía Federal para evitar ataques de “elementos extremistas”. O como que, ya bajo la dictadura, no supo de la existencia de desaparecidos. O como que el modelo de seguridad que lo fascinaba fue el que supo aplicar el chileno Joaquín Lavín, un nostálgico del pinochetismo, cuando fue alcalde de Santiago. O como que la Fundación Libertad, un “think tank” de economistas ultraliberales, financiaba sus actividades. O como que su abogado, Roberto Durrieu, fue secretario de Justicia del gabinete de Videla. Vueltas de la vida.
El hundimiento
Ya en 2006, la figura de Blumberg comenzó a declinar. Tanto es así que, en su quinta marcha –realizada el 30 de agosto en Plaza de Mayo–, solamente hubo unas 17 mil personas.
En aquella época, sus contertulios eran notables; a saber: la negacionista Cecilia Pando, el comisario Luis Patti, el doctor Durrieu y Bernardo Neustadt.
En medio de su ocaso, la Fundación Libertad le armaba encuestas que le daban un 60% de imagen positiva. Y ello le bastó para que amasara la ensoñación de algún cargo electivo. “La gente me lo pide, ¿entiende?”, era su repuesta de rigor cuando los periodistas le preguntaban al respecto.
Por lo pronto, la prensa hablaba de “la alianza entre los ingenieros”. El otro protagonista de dicho acuerdo no era otro que Macri, quien ya se abría el paso hacia su entronización como jefe de Gobierno porteño.
¿Acaso Blumberg sería su candidato a vice? Muchos apostaban por eso.
No obstante, tal posibilidad se desplomó de manera estrepitosa por una razón ajena a la política: en junio de 2007 saltó a la luz que Blumberg no tenía estudios universitarios. O sea, su título de ingeniero era un “verso”. Hasta se hacía imprimir tarjetas personales como tal, además de afirmar, sin que se le moviera un solo músculo del rostro, que se había recibido en la Universidad de Röttingen, un pequeño pueblo de Baviera que, por cierto, no tiene ninguna casa de altos estudios.
¿Qué le habría pasado por la cabeza a un sujeto tan serio y responsable como para urdir un embuste semejante? Según sus allegados, cuando –siendo aún veinteañero– empezó a trabajar en fábricas textiles, todos lo llamaban “El Ingeniero”. Y de tanto escucharlo, se convenció de eso.
Su explicación al respecto –vertida a un cronista del diario La Nación, fue “Le pido disculpas a la gente. He metido la pata, ¿entiende?”
Desde luego que Macri no le dio más “bola”.
Ya se sabe que su premio consuelo fue la candidatura con Sobisch, que terminó de la peor manera. Y que su reciente afán de integrar las listas de La Libertad Avanza tampoco llegó a buen puerto.
Al igual que Saturno, la ultraderecha devora a sus criaturas.
Por Ricardo Ragendorfer – Telam