El famoso comisario, integrante de la “Maldita Policía”, solía servirse de soplones o “buches” para obtener datos para sus operativos, que, indefectiblemente, terminaban en masacre.
El tipo se llamaba Juan Carlos Argüelles, pero respondía al simpático mote de “Alacrán”. Había salido del penal de Olmos hacía tres semanas tras purgar dos años por un robo, y vivía en una sórdida pensión sobre la calle Río de Janeiro, a metros de la estación Gerli.
Allí, en la madrugada del 4 de julio de 1995 lo fue a buscar la policía.
Media hora después, con un dolor punzante en una costilla por un golpe que recibió durante su arresto, fue arrojado a un calabozo. Recién al despuntar el amanecer lo levaron a una oficina mal iluminada, donde un sujeto canoso y espigado le señaló una silla. Él no tardó en reconocerlo. Se trataba del jefe de la temible Brigada de La Matanza, comisario Mario “Chorizo” Rodríguez.
Y sintió un ramalazo de miedo. Sabía que, en circunstancias análogas a la suya, pocos hombres salían ilesos. No obstante, para su asombro, la dureza facial de Rodríguez se disolvió en una mueca amigable, mientras le ofrecía un cigarrillo. Y sus palabras fueron:
–Vamos a hablar de negocios.
Aquella mañana, Alacrán pasó a integrar su nómina de soplones.
El campeón de la seguridad
Para la opinión pública, Rodríguez era un policía exitoso. La prensa lo vendía como la contracara de la prolífica Superbanda, que en esa época era un flagelo para bancos y blindados. Apenas unos días antes había recapturado a su líder, el “Gordo” Valor, tras fugarse de Villa Devoto, lo que le valió una felicitación del mismísimo gobernador Eduardo Duhalde. El Chorizo no solo integraba el círculo de confianza del jefe de La Bonaerense, Pedro Klodczyk, sino que su aspiración era sucederlo, cuando aún no se hablaba de la “Maldita Policía”. Lo cierto es que su legajo chorreaba sangre.
PreviousNextFotos: Aldo Alessandrini
En los pasillos de esa mazorca no era un secreto su estilo de trabajo. El bueno de Rodríguez solía fraguar enfrentamientos, alentaba violentos asaltos para masacrar a sus hacedores y era diestro en el arte de la “mejicaneada”. Su poder era ilimitado: a través de la extorsión y el armado de causas, ejercía en su territorio un control casi gerencial sobre todas las actividades contempladas por el Código Penal. La culata de su pistola ya estaba repleta de muescas.
También se le atribuía su responsabilidad en las dos feroces golpizas al periodista Hernán López Echagüe. Y en un campo de su propiedad fue hallado el cadáver del albañil Andrés Núñez, el primer desaparecido desde el regreso a la democracia. Una hermosura de persona.
Para sobrellevar semejante constelación de asuntos se valía de “buches” (por lo general, hampones en problemas) reclutados en los márgenes del Gran Buenos Aires. Las reglas eran claras: a cambio de zonas liberadas o un módico porcentaje en las ganancias, esos hombres realizaban toda clase de “operetas”; desde simples batidas hasta arriesgados trabajos de infiltración, pasando por el plantado de pruebas antes de algún allanamiento, además de aprietes, cobros y ajustes de cuentas. Ellos no se conocían entre sí. Y en ciertas ocasiones, hasta se delataban unos a otros. La cosa funcionaba como un servicio de inteligencia en clave de arrabal.
En esa estructura, Alacrán pasó a ser una figura prometedora.
El “trabajito”
El enlace habitual entre el ex presidiario y la Brigada era un lugarteniente del jefe que respondía al apodo de “Lagarto”. Se trataba del suboficial mayor Luis Venancio Vargas. Y solía caminar con un tal “Tribilín”, llamado así porque su semejanza con el personaje de Disney era notable, solo que su mirada causaba escalofríos. Se llamaba Daniel Leguizamón. Y era un agente penitenciario que había sido asimilado a la tropa del Chorizo.
En septiembre de aquel año, ambos buscaron a Alacrán en la pensión de Gerli. Y por todo saludo, el Lagarto dijo:
–El “Viejo” quiere verte.
Era así como sus hombres le decían a Rodríguez.
Éste tenía muchas expectativas depositadas en Alacrán. Porque, desde su reclutamiento y esa fecha, su desempeño contabilizaba la entrega de varios malvivientes, un cargamento de “merca” y una partida de pañales en poder de piratas del asfalto.
La siguiente escena transcurría en la oficina mal iluminada del Chorizo, quien allí extendió una fotografía hacia el delator.
Alacrán reconoció enseguida al retratado, ya que había compartido con él una ranchada en Olmos. Era el “Lobo” Castro, un hampón de fuste. Alacrán creía que aún estaba preso.
–Salió hace un mes –fue la aclaración del comisario – Ahora anda con unos muchachos que se dedican a voltear terminales de colectivos.
Finalmente dijo que la gavilla solía parar en un taller mecánico frente al Polideportivo de Chacarita, en San Martín.
Alacrán salió de aquel despacho con la orden de infiltrarse allí.
Al día siguiente llegó allí a bordo de un Volkswagen Gacel marrón que le había facilitado el Chorizo. Lo primero que le impactó fue el cartel sobre la entrada; en grandes letras negras se leía SIDA, aunque más abajo especificaba que era la sigla de “Servicio Integral del automotor”.
Lo segundo que le impactó fue que la banda ya estuviera infiltrada, ya que allí reconoció al “Santiagueño”, otro “buche” de la Brigada. Luego supo que el Chorizo no confiaba en él por dos razones de peso: “Toma pala y vende humo”, fue, luego, la explicación de Tribilín.
Lo cierto es que la súbita llagada de Alacrán inquietó al Santiagueño. Y entre ambos se cruzarían miradas llenas de recelo.
En los días posteriores, Alacrán fue haciendo bien los deberes. Tanto es así que, luego de granjearse la confianza del Lobo, fue volcando a los oídos de Tribilín –con quien se citaba a diario en un tugurio de Avellaneda– datos muy precisos y meticulosos sobre las actividades de esa banda. Y el broche final de fue informar el momento exacto en que la misma volvería al taller después de cometer un “hecho”.
El Chorizo fijó ese instante para la emboscada.
Fuego amigo
Durante la mañana del 4 de octubre, la patota policial se fue preparando para la acción sin dejar detalles librados a azar. Hasta tenían tres testigos falsos por si algo salía mal.
Alacrán intercambiaba trivialidades con el Lagarto junto el portón de la Brigada. En tanto, una quincena de efectivos que lucían chalecos de nylon con las iniciales de La Bonaerense acomodaba ametralladoras, fusiles automáticos y escopetas en los vehículos. El delator, al observar ese ir y venir, preguntó:
– ¿Para qué tanto fierro? ¿Los van a meter en cana o “cortar”?
(En el argot canero, esa última palabra es sinónimo de “ejecución”).
El Lagarto alzó los hombros, y contestó:
–Vos sabés como es Mario. Los vamos a cortar. ¿Querés venir?
Alacrán, horrorizado, rechazó la invitación. Y no tardó en irse de allí.
Ya al filo del atardecer, en el televisor de un bar vio una placa roja del noticiero de Crónica TV que lo dejó helado: “Cruento tiroteo en San Martín. Cinco delincuentes abatidos”.
Su merienda quedó a medio tragar.
Luego supo que los tipos de la Brigada habían puesto todas sus fichas al factor sorpresa. Diez irrumpieron por la entrada principal; otros, por un acceso secundario. El fuego que se desató fue afinado y certero, como en una práctica de tiro al blanco. Tres pistoleros quedaron despatarrados.
Mientras tanto, el Lobo iniciaba una desaforada carrera con el propósito de agarrar un FAL que estaba en un extremo del local. Pero, de pronto, algo lo frenó en el aire. Había sido alcanzado en el pecho por una ráfaga de plomo. Su cadáver, al estrellarse de espaldas contra una columna, quedó arrodillado. Otra ráfaga lo terminó de tumbar.
El Santiagueño, con los ojos desorbitados. Fue testigo de yal desenlace. Y salió corriendo con las manos en alto. Sus últimas palabras fueron:
– ¡No tires, Mario, soy yo!
El resumen de aquella coreografía fue vertida por Tribilín al entregador, en una conversación telefónica mantenida al caer la noche.
Alacrán quedó tan espantado que ni siquiera quiso cobrar su parte. Pero el comisario, hombre de palabra si los hay, mandó un emisario para saldar los números. No era otro que el Lagarto, quien de manera solemne le entregó una pila de billetes.
Esos billetes estaban manchados de sangre en el sentido literal. Y dicha sangre aún estaba húmeda.
Alacrán se quejó por ello.
El Lagarto, entonces, lo miró con sorna, antes de decir:
– ¿Qué carajo querés? Los billetes estaban en el bolsillo del Lobo y se mancharon. No vas a pretender que la tarasca la ponga el comisario, ¿no?
Aclarado este punto, el esbirro de marchó.
Meses después, Alacrán fue cosido a tiros en otro operativo batido por él y que encabezó el comisario Rodríguez.
Quizás sus últimas palabras fueran: “¡No tires, Mario, soy yo!”.
Por Ricardo Ragendorfer-Télam