Chubut Para Todos

Curros diplomáticos

Más allá de la llamativa sorpresa por el portazo del embajador en EE.UU., se desnuda a la Cancillería como agencia de RR.PP.

La deserción de Martín Lousteau sacudió el árbol de Macri. De la sorpresa pasiva, el mandatario saltó a la cólera, y en su entorno hablan de traición. Singular argumento: a la inversa, el Gobierno repite el mismo pensamiento de Prat-Gay y Melconian cuando el Presidente los mandó al oscuro descenso a través de Peña y Quintana. Más, esos antecedentes de expulsiones sin indemnización deben haber condicionado a Lousteau, obsesionado por aparecer dimitido y no exonerado. Casi un juego de tahúres, como si no participaran en el juego del cinismo político. Resulta comprensible que ingenieros, economistas y empresarios hablen de traición como felonía imperdonable para estos acontecimientos: casi ninguno se internó en la lectura de Maquiavelo, quien le otorga otro significado al término, al extremo de que los modernos Jeambar y Roucaute lo convirtieran en elogio. Incauto, el Presidente –así como su círculo rojo de radicales– no sospechó que Lousteau privaría a su ego de la fotografía con Donald Trump. “Bad information”, diría Cristina, y una falta grave cuando en la Casa Rosada se pagan especialistas, fisgones, servicios, organismos, sanctos y non sanctos, para anticiparse a ciertos hechos.

Asombra cierta ajenidad de Macri frente a su inicial designación de Lousteau, amparada más en deshacerse del personaje en Capital –para evitarle complicaciones a Rodríguez Larreta, y a él mismo– que en la necesidad de ubicarlo como gestor de la política exterior argentina en Washington. Ya había un conflicto de intereses en ese nombramiento, común a otros de la Cancillería, un ministerio-depósito para premiar aportes, amistades, infieles, o esterilizar ambiciones. Sobran ejemplos.

Por supuesto, constituye una anomalía prescindir del embajador en Washington justo antes de la primera entrevista entre los dos mandatarios. Aunque poco le importe a Trump, ya que ni debe haber considerado que toda la administración Macri apostó por Hillary Clinton. Si es una ofensa a la primera potencia del mundo, otra semejante es la suspensión de Jorge Faurie como embajador ante la quinta potencia, Francia. Ocurre que lo derivan a otras tareas: la preparación durante varios meses del ceremonial de la futura reunión del G20 en Buenos Aires (suspicacia sobre el evento: por falta de tiempo, se concedió por adjudicación directa un contrato de 35 millones de dólares en catering). Extraño encargo a Faurie, como si en el gentío que puebla la Cancillería, rebasado por el gobierno de Cristina y sin modificarse en el gobierno de Mauricio, no existiera alguien conocedor de la ubicación de cucharas y tenedores, cumplimiento de horarios, tratamiento diplomático o vestimentas adecuadas. Faurie, debe admitirse, es reconocido mundialmente por esa versación, casi única al parecer (no vayan a pedirle otros criterios de política exterior), al menos en una cartera que vio aumentar el doble de diplomáticos en doce años y de 800 empleados administrativos pasó a contar 5 mil, en gran parte militantes de La Cámpora. Gracias, Timermann.

Oh la lá.‏Faurie llegó a París por los avatares del desaire de Cristina y su corte a la llegada de los plebeyos del PRO. Como no hubo diálogo para el traspaso del poder, a la medianoche signada por el cambio de gobierno, tres abogados enviados por Macri (Torello, Clusellas y Rodríguez Simón) golpearon en la Casa Rosada para hacerse cargo del nuevo mandato: los militares de guardia le dieron acceso al trío a un comisario de seguridad y derivaron al encargado de turno de la Cancillería, Faurie (seguramente ya anticipado por Fulvio Pompeo, un asesor de Macri), como responsable de la ceremonia posterior, atención de personalidades extranjeras, etc.

Tan entusiasmado se mostró el matrimonio presidencial con el acto –sólo hubo una distracción de tres minutos que incomodó a Juliana, sin saber qué hacer en su debut– que, al partir en su auto, se comunicó con Faurie para preguntarle qué deseaba como nuevo destino. Así, este movedizo diplomático con experiencia en la cercanía del menemismo se ganó un codiciado aposento en París. Ahora, la “changa” que le encomiendan casi no reconoce antecedentes, salvo el de Ortiz de Rozas, quien debió apartarse de Londres para seguir las negociaciones en Roma por el acuerdo con Chile justo antes de la ocupación de Malvinas.

Estos dos episodios, el frustrado congelamiento electoral de Lousteau y la gracia por ciertos servicios a Faurie, ahonda el criterio de que la Cancillería es una agencia de colocaciones, de relaciones públicas, al menos para el Gobierno. Nadie, se vaya o se quede, modifica la rutina del ministerio que plácidamente dirige Malcorra. Se observa en otros elegidos del Presidente: a Moscariello, de relevancia legislativa en el PRO porteño, por alguna causa desconocida lo ubicaron en Portugal, país que por vocación futbolística parece apreciarlo (allí el original embajador obsequia camisetas de Boca). Otro rumoreo más sostenido se aplica a Guillermo Montenegro, quien de aspirante al Ministerio de Seguridad terminó en Montevideo, quizá porque le imputan haber sido desligado de una causa judicial en la que Macri permaneció sospechado. Ni hablar de la estadía de Miguel del Sel, quien luego de haber perdido en Santa Fe fue instalado en Panamá, tierra que abandona como a los papers para volver a dedicarse a la comicidad.

Hay muchos más en la lista de compensación: Puerta en Madrid, Bordón en Chile, Guelar en China, Alvarez García en Bolivia, Stubrin en Colombia, Juez en Ecuador. Como sus colegas de carrera, sólo mantienen almuerzos provechosos, contactos, un parte diario e información que ya apareció en internet. A veces, tratan de cumplir objetivos mínimos, como el de vender limones argentinos en los Estados Unidos. Ya se sabe el resultado. Es que, aparte de la capacidad o no de los elegidos, poco puede aguardarse de un país cuyo desk reservado a la Argentina está detrás de una puerta con un cartel que dice: Brasil y otros. Aunque se gasta en demasía, poco se hace para cambiarlo.

Por Roberto García – Perfíl