Chubut Para Todos

Batallas culturales

El problema de las luchas discursivas de la grieta es que terminan chocando con la realidad.

La idea de que se puede cambiar la forma de pensar de los demás ha estado presente desde mucho tiempo atrás.

Ser real o no. Quizá parte del problema arranca con las propuestas de Hegel de la cosa en sí y cosa para sí como dos etapas o fases de la conciencia. El sujeto es cosa en sí misma (física, material) pero solo se vuelve en sí, cuando se autorreconoce, es decir toma conciencia de su ser y de sus posibilidades. Pero el problema se complica con la lectura que hace Karl Marx y luego Georg Lukács sobre la posible existencia de una falsa conciencia. Si la clase universal era la obrera, era la verdadera; sin embargo, podían existir obreros que tuvieran una equivocada o falsa, es decir perteneciente a otras clases (especialmente burguesa o pequeñoburguesa). Marx (que creía que toda ideología era una trampa) llamaría a los obreros con conciencia falsa lumpemproletarios, un término que se usó hasta los años 70.

El tema no termina allí. Antonio Gramsci, ante la diversidad de clases sociales en pugna, plantea la necesidad de generar hegemonía de la clase obrera sobre las demás. Según el italiano, la hegemonía (una suerte de dominio simbólico) debía establecerse desde la esfera cultural, lo que él llamaba el folclore. Todas las instancias serían herramientas válidas para la conquista de la hegemonía (la escuela, los medios de comunicación, los artistas populares, incluso el fútbol); en estos elementos debían intervenir los intelectuales. Esta idea es recuperada desde la izquierda lacaniana por Ernesto Laclau, quien planteó, palabras más, palabras manos, que para la construcción de la hegemonía se debe generar un discurso legitimador, una narrativa de gobierno, un discurso amplio, aunque inespecífico.

Hacer la guerra con palabras. El kirchnerismo tomó casi al pie de la letra las recomendaciones laclausianas y así generó, combinando elementos de la vieja, una nueva terminología. De esta forma: “la Patria es el otro”, “inclusión”, “equidad”, “Estado presente”, “ampliación de derechos”, “soberanía”, etc., se transformaron en fórmulas habituales en sus discursos públicos y estatales. También se renovaron las formas adversativas para referirse a sus opositores políticos y empresariales: “desestabilizadores” (también la usaba mucho Alfonsín), “la derecha”, “formadores de precios”, “corpo-monopo” (una de las más curiosas para referirse a un grupo de medios), e incluso “oligarquía”, palabra rescatada desde el arcón de los recuerdos. El macrismo intentó dar su propia “batalla cultural”, generando la discusión sobre el orden de la meritocracia. Fue un debate no menor ya que es un elemento propio del sentido común que la obtención de los recursos para integrar una sociedad se vinculan a los esfuerzos que se realizan. Hasta Marx había dicho a cada cual según sus necesidades y a cada quien según sus capacidades. La incorporación de estos elementos en el debate no fue casual, ni ingenua, ya que el objetivo era obtener la legitimidad de una forma de gobierno que diera prevalencia al mercado y a una reducción de la intervención estatal. Quizá las frases de “las dos pizzas” (para referirse al costo de los servicios públicos), “la grasa militante” o “caer en la escuela pública” fueron las peores expresiones para un debate más interesante.

La realidad como problema. El problema de estos nuevos órdenes discursivos que se proponen desde las diferentes trincheras de la batalla cultural es que se terminan estrellando contra la realidad sensible. Nadie puede pensar seriamente que el problema con un chico que pide plata con sus pies descalzos es que no se esfuerza lo suficiente o que tiene las mismas posibilidades de éxito social de quienes pueden ir a una escuela de élite (privada o pública). También había en su momento cierto consenso social (que mostraban las encuestas) de que se debían actualizar las tarifas (sobre todo la energía eléctrica) pero ese camino meritocrático (pagar las cosas por lo que valen) se derrumbó cuando las boletas de luz comenzaron a llegar con porcentajes imposibles de aumento. También el discurso del Estado presente se ha dado de bruces con la realidad. La extensión capilar de los planes y programas sociales no sirvió para bajar la pobreza, así como los precios cuidados, congelados o acordados no han servido para parar la inflación. La nueva propuesta de la creación de una empresa estatal de alimentos o multiplicar las regulaciones estatales, como comentó el secretario de Comercio Roberto Feletti, no parecen ser las herramientas apropiadas para este momento.

Los liberales-libertarios también intentar protagonizar su batalla cultural propia. En este caso, se trata de un discurso mucho más crudo y enérgico que el meritocrático, basado en que el Estado es enemigo de la sociedad y de la libertad. La idea de reducir el Estado a sus tres funciones básicas (defensa, seguridad y justicia) está muy presente en el país, pero ahora se agregan ingredientes particulares como la abolición de la moneda local y la demonización del Banco Central como institución, ya que llevan la idea monetarista al extremo: sin moneda local no habría inflación.

El otro como enemigo. El problema de estos criterios para definir modelos de país es que cada uno se constituye como verdad absoluta y niega otros razonamientos que pueden acertar en ciertos aspectos. Finalmente, se constituye al adversario como antagonista. El deseo subyacente de eliminar en forma simbólica las miradas alternativas es el ingrediente central de la grieta. La construcción de un sistema cerrado de pensamiento político suele terminar chocando con la realpolitik, como hoy se observa en las fracturas que se generaron en el Frente de Todos por el acuerdo con el FMI ya que el entendimiento resulta inexplicable para la base electoral más intensa. Pero esta situación genera su contraparte dialéctica y es el alejamiento de los sectores menos ideologizados, que pretenden que los gobiernos apunten con sus políticas a mejorar la situación del país sin batallas culturales.

Por Carlos De Angelis – Perfil